La vida, una actitud

En una gran parte de las personas que consideran que han vivido una vida afortunada, se observa que también ha habido circunstancias difíciles, llenas de momentos penosos, de grandes sacrificios, penurias y vicisitudes, algunas de ellas tanto o más penosas que las circunstancias de aquellos que se sienten desafortunados.
Hace bastantes años que tengo la costumbre de preguntar a mis amigos o conocidos si se consideran personas con buena o con mala suerte. Es un ejercicio muy interesante que me ha llevado a constatar un hecho revelador: entre una gran parte de aquellos que se consideran personas con mala suerte, hay motivos objetivos para comprender y compartir su sentimiento, ya que han sufrido reveses de toda índole que justifican su percepción, su vivencia, y la atribución de ese signo a su vida. Pero lo más interesante es lo que ocurre entre la amplia mayoría de aquellos que se declaran personas con buena suerte.
¿Cómo es posible que haya tantas personas que, a pesar de sus vicisitudes, se consideran personas con buena suerte? ¿Son acaso inconscientes o ingenuos? Nada de eso. Más bien todo lo contrario. Estas personas se consideran personas con suerte porque, a pesar de todo, sienten que esas arduas experiencias les han servido para aprender, para crecer, para mejorar como seres humanos, para ampliar su percepción de la existencia, para relativizar, para soltar y saber que todo lo bueno es un regalo y que de toda adversidad se puede obtener el fruto de la sabiduría si uno pone su empeño en dar un sentido a lo vivido y decide seguir andando para compartir ese fruto con los que le rodean.
Las circunstancias vividas son similares en ambos casos, entre aquellos que se consideran personas con buena suerte, por un lado, y los que se consideran personas con mala suerte, por el otro, pero la vivencia y la elaboración del sentido de la experiencia es tan distinta entre ambos que uno se siente víctima del azar y del infortunio, mientras que el otro considera que aquello forma parte del juego de la vida y, lejos de resignarse, decide asumir la experiencia vivida como un activo que le permitió aprender, cambiar, crecer y al que, por extraño que pueda parecer, conviene estar agradecido.
Como aquella persona que me relataba que a raíz de su cáncer aprendió que debía cuidarse más, quererse más, estar más pendiente de su dieta, de su estilo de vida, de su cuerpo, de su salud física y, especialmente, de su salud emocional. O como aquel emprendedor que se arruinó y que en lugar de culpar a su socio, a la competencia o al mercado, asumía que el motivo de su fracaso había sido su arrogancia y la falta de formación, humildad y perspectiva ante un proyecto para el que no estaba preparado.
¿Cuáles son entonces los elementos que definen a las personas que consideran que tienen buena suerte en la vida a pesar de haber sufrido circunstancias tan dolorosas como las de aquellos que se consideran personas con mala suerte? Vamos a enumerar a continuación los más representativos:
Tienen una actitud positiva ante las experiencias que viven, incluso cuando éstas, de entrada, aparecen como un revés, una dificultad o una crisis. Su optimismo no se ancla en la ingenuidad, sino en la lucidez y en el compromiso con su entorno. Cuando la adversidad se presenta, se cuestionan en qué medida han contribuido a la situación y actúan en consecuencia, para resolver la crisis que se haya producido.
Se saben responsables de sus actos. Ante el error o la adversidad, no tienden a culpar a un tercero, sino que se preguntan en qué medida ellos son, consciente o inconscientemente, causa de lo que les ha ocurrido y, en consecuencia, se cuestionan cómo pueden enmendarlo haciendo uso desde la palabra hasta la acción reparadora.
No viven el error como una mácula o algo de lo que avergonzarse, sino que hacen de él una fuente de aprendizaje.
Disponen de buenas dosis de confianza. Ello les lleva a mantenerse fieles al que es su propósito, a perseverar, a trabajar para crear las condiciones que favorezcan la aparición de aquello que persiguen.
Visualizan: utilizan su imaginación para crear con su mente su anhelo ya realizado. Funcionan con un hay que creerlo para verlo más que con un hay que verlo para creerlo.
Son perseverantes y resolutivos: no postergan las cuestiones que tienen pendientes de resolver.
Tienden a atribuir un significado constructivo a aquello que les sucede. Y esa voluntad de sentido es lo que les hace levantarse después de haber caído las veces que sean necesarias, principalmente porque sienten que andan no por ellos mismos, sino para acompañar, amar y servir a otros.
Tienen siempre muy presente un sentido de contribución de servicio para con los demás. Su yo es más bien un nosotros. Esa identidad expandida actúa como un acicate para la no resignación y para el esfuerzo en la encarnación de su utopía personal.
Son generadores y contagiadores de emociones positivas, como la ternura, la gratitud, el entusiasmo, el optimismo o la alegría. Lejos de ser arrogantes, descreídos, cínicos, nihilistas o resignados, estas personas deciden hacer un ejercicio consciente de generación y entrega de emociones que invitan al otro a sentirse mejor.
Como vemos, todas esas diversas características que comparten los que podríamos denominar como creadores de buena suerte se pueden sintetizar en una sola palabra: actitudes.
Estas actitudes las podemos elegir a cada instante y hacer uso de ellas en las diferentes dimensiones: el trabajo, el amor, el ocio o la educación de los hijos. Así es: nuestra vida es nuestra actitud. O mejor, nuestra vida será el resultado de la elección consciente de nuestras actitudes en cada momento de la existencia.

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