Un texto dice que al principio del mundo, cuando Dios decidió crear a  la mujer, encontró que había agotado todos los materiales disponibles  sólidos en el hombre y no tenía más de que disponer.
   
Ante este dilema y después de una profunda meditación, hizo esto: tomó  la redondez de la luna, las suaves curvas de las olas, la tierna  adhesión de la enredadera, el trémulo movimiento de las hojas, la  esbeltez de la palmera, el tinte delicado de las flores, la amorosa  mirada del ciervo, la alegría del rayo del sol y las gotas del llanto de  las nubes, la inconstancia del viento y la fidelidad del perro, la  timidez de la tórtola y la vanidad del pavo real, la suavidad de la  pluma del cisne y la dureza del diamante, la dulzura de la paloma y la  crueldad del tigre, el ardor del fuego y la frialdad de la nieve, mezcló  tan desiguales ingredientes, formó a la mujer y se la dio al hombre.
   
Después de una semana vino el hombre y le dijo: Señor te vengo a  devolver a la criatura que me diste me hace desdichado, quiere toda mi  atención, nunca me deja solo, charla incesantemente, llora sin motivo,  se divierte en hacerme sufrir y vengo a devolvértela porque no puedo  vivir con ella.
   
Bien contestó Dios y tomó a la mujer.
   
Paso otra semana volvió el hombre y le dijo: Señor me encuentro muy  solo desde que te devolví a la criatura que hiciste para mi, ella  cantaba y jugaba a mi lado, me miraba con ternura y su mirada era una  caricia. Reía y su risa era música, era hermosa a la vista y suave al  tacto. Dámela porque no puedo vivir sin ella.
 
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